La entrada, mí entrada a un país que despertó contradicciones. El despojarme verdaderamente de mis prejuicios (por lo menos en el tiempo en que estuve en India), y de pensar solo con mi lógica. De conocerme, de conocer mis límites, de las miles de realidades y maneras de ver una misma cosa.
Con P., mi compañera de viaje, llegamos en un vuelo desde Nepal. En tan solo 45 minutos estábamos pisando suelo Indio y sintiendo su intensidad, que se duplicaría por ser turistas y mujeres.
Al salir del aeropuerto en busca del chofer del taxi, que ya habíamos pagado dentro, tuve que sacar mi masculino (un trabajo para el equilibrio interno) y frenar el acoso de una cantidad incontable de “choferes” que deseaban que los eligiéramos. Recordaba las palabras de “ser educado al estilo Occidental no te va a servir para mantenerlos en su lugar”, y con esto no digo de faltar el respeto, sino que se necesita ser firmes y decisivos con el NO.
Nuestro chofer nos llevó adonde le indicamos, con un detalle: No podía entrar al Ghat, porque allí solo se entra caminando o en moto; por lo tanto deberíamos caminar hacia quien sabe donde, entre tantas personas y por calles de tierra, que en ese momento eran de barro; a punto de volver a llover. Entonces, por arte de magia, alguien me dice apenas desciendo del taxi:
-Vas al Kautilya ¿no?
(Sorprendida, contesto) – SI.
-Vamos, síganme.
Agarró mi bolso y acto seguido caminamos bajo una lluvia que comenzaba de a poco a hacerse más intensa, entre callecitas mínimas, pisando barro y demás mezclas de la misma consistencia; arrastrando las ruedas de mi bolso sobre tierra India, tierra de colores, olores y sensaciones únicas.
Tras dejarnos en la puerta, me dice:
-No me des nada, ya nos vamos a volver a encontrar.
Un guesthouse maravilloso, limpio y con comida casera, nuevos amigos con los que compartiremos riquísimas comidas. ¡Ohhh! descubrir el Palak Paneer, y el dulzor del Gulab Jamun… ¿y el adictivo Lassi de Blue Lassi? Una fiesta para mi paladar.
Monos y vacas pululando en busca de algo de comer o de un turista distraído. Cabritos amantes de los Barcos. Vendedores por doquier convenciéndote quién sabe cómo de que compres algo. Un charla maravillosa con una niña de 13 años. Un recorrido inolvidable por el crematorio.
Un amanecer sin sol en el Río Ganga, su energía mística, la vida de las 5 de la mañana. La Ceremonia de las 6 de la tarde que me hizo recordar que yo había estado ahí.
Y claro, el reencuentro con mi ángel en su negocio familiar, en dónde compré la que hasta el día de hoy es mi bufanda preferida.